La victoria por la redención

La victoria por la redención


Allá en el principio, en el tiempo al cual Jesús se refiere en Juan 17:5, cuando el pecado aún no había irrumpido en el mundo:

“Cuando las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios”. Job 38:7


Cuando todo era armonía. Era el tiempo cuando aún no se había manifestado el pecado de rebelión, ni siquiera había germinado. Luego, después de aquella controversia diabólica, Satanás comenzó su gran apostasía, desviando a los ángeles y a los hombres del camino de la santidad. Mas debido a su infinito amor por sus criaturas. Dios y su Hijo amado, que es nuestro bendito Salvador, el Príncipe de paz, se decidieron salvar a todos los hombres de sus pecados, con la única condición de que se arrepintieran y aceptaran su plan divino de salvación. El plan divino fue que Jesús, el Unigénito Hijo de Dios, pagara con su vida las culpas de todos los que aceptaran este plan.

“Así fue como Jesús… fue inmolado desde el principio de la creación del mundo”. Apocalipsis 13:8


Sí, el pecado exigía la vida del pecador, del que cometía la ofensa. Si el hombre no hubiera pecado, no hubiera habido la necesidad de que alguien muriera. Fue el primer pecado lo que provocó la muerte del Hijo de Dios. Aquel primer pecado exigía la muerte de un sustituto, que fue el cordero de Dios. Hay muchas razones que explican por qué ningún otro, ni siquiera un ángel, podía expiar el pecado, redimir al hombre y la tierra, sino Cristo únicamente. La razón obviamente es el hecho de que solamente uno, con poder creativo podía hacer una expiación eficaz del pecado. Pues iba a ser necesario crear de nuevo a todos aquellos que aceptaran a él y su dominio de amor. Y todavía más, él mismo debía tener poder para volver a la vida, y recoger a las miriadas que descansan en el polvo de la tierra en el momento de su venida. La tierra igualmente habrá de ser creada de nuevo y recuperarla, darle de nuevo aquella forma gloriosa que tenía antes del pecado, cuando se reposó el primer sábado, cuando Dios contempló la obra de sus manos, y exclamó que “todo era bueno“. La redención por lo tanto nunca habría sido completa sin el poder creativo de Jesús. Existe todavía otra razón, queridos lectores, y es que sólo el dueño original podía tener el privilegio de gobernar la tierra. El hombre perdió el dominio y el privilegio de gobernar la tierra, pues es lo que el Omnipotente le había dado. Era necesario que Jesús viniera para recuperarla. El profeta Ezequiel expresó palabras que revelan el amor mismo de Dios:

“He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía…. “. Ezequiel 18:4


Es precisamente por el poder de su propiedad, que Dios reclama las almas como suyas, y envió a su Hijo amado para redimirlas, tanto a las almas como a la tierra misma para quitarlas del dominio de Satanás. En ninguna parte de las Escrituras, ni en la tradición misma, encontramos más de dos entidades divinas, que posean el poder creativo, solo el Padre Celestial y su Hijo. En Colosenses 1:16, 17, vemos que todas las cosas, las que se ven como las que no se ven, todas y todo fue creado por el Hijo. El Padre vio bien crear todas las cosas por medio de su hijo, y la cooperación del Espíritu divino, no en calidad de persona, sino en calidad de poder impersonal.

“El Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas … su Espíritu adornó los cielos”. Génesis 1:2; Job 26:13


Pedro dice que…

“No hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podemos ser salvos”. Hechos 4:12


Este hecho fundamental no es una verdad sólo porque Pedro lo dice, sino porque Pedro descubrió esta verdad. La aritmética nos dice que dos y dos son cuatro. Esto es una verdad lógica. Así también lo que dice la palabra de Dios es verdad, porque la Palabra o Verbo, lo dice. Y cuando consideramos que no hay otro Creador que exista, y ninguno otro que haya muerto por los hombres, entonces se establece un hecho evidente de que no hay otro origen de Salvación, ni otro Redentor, ni otro Salvador que, Cristo Jesús, el Cordero de Dios. Durante los siglos que han transcurrido desde que el Cordero de Dios rompió las cadenas del sepulcro, y resucitó trayendo las llaves del sepulcro y de la muerte, muchos han venido apareciendo en esta dispensación cristiana pretendiendo ser el Mesías, el Salvador de los hombres. Pero la verdad es que todos ellos han muerto condenados al olvido, y los pocos que pudieron engañar poco a poco se fueron dispersando hasta que desaparecieron y no más se oyó de ellos. Lo glorioso es que esto no aconteció con Jesús, el Hijo de Dios, que nació en Bethlehem. Este sublime, único Hijo de Dios en solo tres años y medio sembró la semilla del reino de Dios, que se extendió por toda la tierra. Y aunque su vida terrena terminó como si Él hubiese sido un malhechor ante el juicio de Pilato, la verdad que él proclamó ha logrado cruzar el mundo entero desde entonces, y permanece incólume con más potencia, y más aún cuando el tiempo de su segunda venida se acerca más.

El mérito de toda obra de arte o de la ciencia, siempre se ha determinado por su duración aprobada por las masas. En la obra redentora de Jesús encontramos un principio incontrovertible, el cual ha resistido la prueba del tiempo y los ataques de los infieles, y los agnósticos de todos los tiempos, desde el momento de la cruz. Aun los rayos de esperanza en las almas agobiadas por el pecado han podido brillar con más potencia y refulgencia en cada ataque, al paso de los años. Las palabras de Cristo se hacen más brillantes al ver las señales que predicen el retorno glorioso del Salvador, un hecho que será para terminar la obra que comenzó. En aquel momento en que puso el cimiento de la fundación del mundo, como el fundamento de nuestra redención, se basa en la muerte y la resurrección de Cristo, como Dios lo propuso desde la creación del mundo para asegurar nuestra salvación, hasta entonces habremos comprendido el costo de nuestra redención.

Al ver que la consumación de nuestra redención está llegando a su etapa final, el tentador de nuestras almas se vuelve más frenético porque sabe que el tiempo se acerca y ya no podrá tentar más al pueblo de Dios. Sabe que será pronto arrojado a las tinieblas de afuera. Pronto, muy pronto, esta gran batalla llegará a su fin. Los idólatras y los agnósticos verán las señales de la segunda Venida de Cristo en el oriente del firmamento, en el momento cuando la misma nube que quitó de la vista de los apóstoles a Jesús, lo traiga de nuevo a la vista de todos. Para aquellos que tengan el privilegio de mirar hacia arriba, dirán: “He aquí, este es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará”. Será éste un gran día, el día que nos introducirá al Jubileo universal. Los santos todos serán libertados para estar en la presencia del gran Rey, amante y compasivo, que se dio a sí mismo a la muerte cruel en la cruz del calvario, el cual podrá darnos nuestra ciudadanía en aquella tierra de edades sin fin. Aquella condición gloriosa en nada se comparará con el mundo presente. Allí no se verá el horror del pecado, ni lágrimas que empañen nuestra vista, ni temor de tiempos escalofriantes o gélidos, ni rostros escuálidos bajo la amenaza del cáncer, ni temor de muerte. ¡Cuánta dicha será llegar a aquella glorificación, cuando esto mortal quede atrás, y esto corruptible se haya desvanecido por el poder de la inmortalidad, seremos semejantes a aquel que venció la muerte y que vive para siempre jamás!

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